El gol de Piatti fue la gota que colmó el vaso. Pero ese vaso no contenía agua simplemente. Al derramarse, un violento y bello torrente se desató. Tal vez, las dudas sobre el estado de forma del equipo, y sobre todo, acerca del futuro de su entrenador, contribuyeron más que cualquier otro factor a liberar al Barça de sus ataduras. Esa desconfianza, convertida en motivación, derribó los diques que obstruían la fluidez del torrente azulgrana. El hasta hace unos días discontinuo arroyo, arroyó sin piedad al Valencia.
El juego del Barça podría compararse al transcurso de un río. Cerca del mes de febrero de cada temporada, como si el cauce del rumbo disminuyera, el ritmo y la fluidez de circulación de pelota decae de manera considerable. Por lo que la temible corriente se transforma en un débil riachuelo. Esta constante, pero de momento controlada, decadencia es considerada en ocasiones como un síntoma de una ansiada sequía que afectará a los intereses de los de Guardiola, dando comienzo una era desértica en Can Barça. Y pese al vendaval de juego huracanado madridista, esa sequía parece fruto de una mala predicción.
El río azulgrana está abastecido por el mejor de los manantiales, con el que la sequía no es una opción, tan solo la fantasía, o mejor dicho la utopía, de unos pocos. Una ilusión arrogante que ha avivado de nuevo el torrente de fútbol culé, que luchará por erosionar todos los obstáculos de aquí a final de temporada. Furioso y veloz seguirá su camino, dejando a su paso inundaciones de gran fútbol. Porque, con más o menos agua, el río siempre llega a su destino.
Aitor Soler
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